Lawrence, los siete pilares de la sabiduria

Mi ingenio, enemigo de lo abstracto, se refugió de nuevo en Arabia. Traducido al árabe, el factor algebraico debía tomar ante todo en cuenta el área que queríamos liberar, y empecé ociosamente a calcular las millas cuadradas: sesenta, ochenta, cien, tal vez ciento cuarenta mil millas cuadradas. ¿Cómo podrían los turcos defender aquello? Sin lugar a dudas mediante una línea de trincheras de lado a lado, si avanzábamos sobre ellos a bandera desplegada; pero supongamos que fuéramos (como muy bien podríamos serlo) una influencia, una idea, algo intangible, invulnerable, sin frente ni retaguardia, que se extiende por todas partes como un gas. Los ejércitos son como las plantas, inmóviles, firmemente arraigadas, nutridas por largos troncos conectados con la cabeza. Nosotros, en cambio, podíamos ser un vapor, que se difundiera allí donde deseáramos. Nuestros reinos estaban en la cabeza de cada hombre; y puesto que no necesitábamos nada material para seguir viviendo, no ofrecíamos nada material a la destrucción. Un soldado resulta inútil sin un blanco, pues posee sólo el suelo que pisa y subyuga únicamente lo que puede apuntar con su rifle. Imaginé entonces cuántos hombres necesitarían asentar en todo este territorio para salvarlo de un ataque en profundidad, si la sedición alzara su cabeza en cada espacio inocupado de aquellas ciento cuarenta mil millas. Conocía al ejército turco con exactitud, y aun contando con la extensividad que le proporcionaban los aeroplanos, los cañones y los trenes blindados (que estrechaban la amplitud del campo de batalla), seguía pareciéndome que necesitarían establecer un puesto fortificado cada cuatro millas cuadradas, y cada puesto no podía contar con menos de veinte hombres. De ser así, se requerirían seiscientos mil hombres para hacer frente a la enemiga de todos los pueblos árabes, combinada con el hostigamiento activo de unos cuantos incondicionales. ¿Con cuántos de éstos podíamos contar? En ese momento contábamos con cincuenta mil casi; suficientes para el caso. Sin duda alguna los elementos clave para este tipo de guerra estaban de nuestro lado. Si utilizábamos bien nuestros materiales brutos, el clima, el ferrocarril, el desierto y las armas técnicas, se pondrían de nuestro lado. Los turcos eran estúpidos, los alemanes que estaban tras de ellos, dogmáticos. Creerían que la rebelión tenía un carácter tan absoluto como la guerra, y la abordarían de modo análogo a la guerra. La analogía en los seres humanos es un disparate, habitualmente; y emplear la guerra contra una rebelión era lento y confuso, como comer sopa con un cuchillo. Ya había bastante de lo concreto; así que aparté la mente del elemento matemático, y me sumergí en la naturaleza del factor biológico. Su crisis parecía ser el punto de ruptura, de vida y muerte, o con menor radicalidad, el punto donde se produce el desgaste. Los filósofos de la guerra habían hecho todo un arte de ello, y habían elevado un hecho, la «efusión de sangre», a las alturas de algo esencial, que devenía humanidad en la batalla, un acto que alcanzaba cada una de las partes de nuestro ser corporal. Una línea de variación. El hombre, al persistir como una levadura a través de todos los cálculos, hacía que éstos resultaran irregulares. Los componentes eran sensitivos e ilógicos, y los generales se resguardaban mediante el artificio de la reserva, el medio más significativo de su arte. Goltz había dicho que si pudiera conocer la fuerza del enemigo, y éste se hallara plenamente desplegado, se podría prescindir de la reserva; pero esto nunca ocurre. La posibilidad de un accidente, de algún desperfecto en los materiales, está siempre presente en la cabeza del general, y con ello, inconscientemente, la reserva. El elemento «sentido» en las tropas, no expresable en cifras, debía ser estimado mediante algo equivalente a la docsá de Platón, y el mayor y más grande jefe militar es aquel cuyas intuiciones se acercan más a lo que ocurre. El noventa por ciento de las tácticas son enseñables en las escuelas; pero el diez por ciento irracional es como un martín pescador que sobrevuela instantáneo una charca, y ahí radica la prueba de fuego de los generales. Sólo el instinto puede funcionar aquí (agudizado por la práctica) hasta que en el momento de crisis se manifiesta de modo natural, reflejo. Hay hombres cuya docsá se acerca de tal modo a la perfección que llega a alcanzar casi la certeza de la episteme. Los griegos hubieran llamado a esa genialidad del mando noesis, de haberse molestado en racionalizar la rebelión. Mi espíritu retrocedió para aplicar todo esto a nuestra propia lucha, y de inmediato supe que no se limitaba sólo a los hombres, sino que afectaba también a los materiales. En Turquía las cosas eran escasas y preciosas, y los hombres se estimaban menos que el material de equipamiento. Nuestra meta habría de ser destruir, no al ejército turco, sino sus materiales. La muerte de un puente o una vía férrea turcos, o de cualquier máquina o cañón o carga de explosivos, nos era más provechosa que la muerte de un turco. En el ejército árabe, en cambio, andábamos escasos por el momento tanto de hombres como de materiales. Los gobiernos ven a los hombres sólo en cuanto masa; pero nuestros hombres, al ser irregulares, no eran tanto formación como individuos. La muerte de un individuo, como una piedra arrojada al agua, puede no producir más que un agujero momentáneo, sin embargo, a partir de él se expandían ondas concéntricas de pesar. No podíamos permitirnos bajas.