La apropiación colonial de tierras indígenas solía comenzar por alguna afirmación general del estilo de que los pueblos recolectores realmente vivían en estado de naturaleza, lo que significaba que se los calificaba como parte de la tierra, pero sin ningún derecho legal sobre ella. La base completa del latrocinio, a su vez, giraba en torno a la idea de que los habitantes del lugar no estaban en realidad trabajando. Este argumento se remonta al Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke (1690), en el que sostenía que los derechos de propiedad se derivan necesariamente del trabajo. Al trabajar la tierra, uno «agrega a ella algo con su trabajo»; así, la tierra se convierte, en cierto sentido, en una extensión de él mismo. Los perezosos nativos, según los discípulos de Locke, no hacían eso. No eran, afirmaban los lockeanos, «terratenientes mejoradores», sino que sencillamente usaban la tierra para satisfacer sus necesidades básicas con el mínimo esfuerzo. James Tully, una autoridad en derechos de los indígenas, expone las implicaciones históricas: la tierra empleada para la caza y reunión se consideraba improductiva, y «si los pueblos aborígenes intentaban someter a los europeos a sus leyes y costumbres, o intentaban defender los territorios que habían considerado erróneamente como suyos desde hacía miles de años, eran ellos quienes violaban las leyes naturales y podían ser castigados o “destruidos” como bestias salvajes».De igual modo, el estereotipo del nativo despreocupado y holgazán que vive una vida libre de ambición material fue utilizado por miles de conquistadores, capataces de plantación y funcionarios coloniales en Asia, África, Latinoamérica y Oceanía como pretexto para el uso del terror burocrático a fin de obligar a la población local a trabajar: todo tipo de medidas, desde la esclavitud directa a punitivos regímenes fiscales, trabajos forzados o peonaje por deuda.