Nos hallamos todavía en el momento nihilista de la desilusión y la indignación, después de que la gente haya perdido la fe en los relatos antiguos, pero antes de que haya adoptado uno nuevo. Y entonces ¿qué hay que hacer? El primer paso es bajar el tono de las profecías del desastre, y pasar del modo de pánico al de perplejidad. El pánico es una forma de arrogancia. Proviene de la sensación petulante de que uno sabe exactamente hacia dónde se dirige el mundo: cuesta abajo. La perplejidad es más humilde y, por tanto, más perspicaz. Si el lector tiene ganas de correr por la calle gritando: «¡Se nos viene encima el apocalipsis!», pruebe a decirse: «No, no es eso. Lo cierto es que no entiendo lo que está ocurriendo en el mundo».