Ben Macintyre, Los hombres del SAS

La noche del 8 de agosto, David Stirling se afeitó, se dio un baño, se enfundó una elegante americana de su hermano y se preparó para deleitar a Winston Churchill con todos sus encantos.
La invitación a una cena privada con el primer ministro en la embajada británica en El Cairo respondía, indudablemente, a las entusiastas misivas de Randolph Churchill, en las que narraba las hazañas del Destacamento L y su indómito líder. «Supuse que Randolph había hablado con su padre como yo esperaba que lo hiciera», decía Stirling