Era el final de nuestra campaña en África y ahora podíamos decir adiós al desierto: la soledad, el consuelo y la limpia esterilidad. Aquí, en estas pequeñas colinas y cuevas que fueron nuestros escondites, habíamos dejado huella. En unas semanas sería borrada por el viento y la arena. Aquí aprendimos a orientarnos, a urdir nuestros planes y a marcar nuestra posición; aquí nos habíamos vuelto sabios, autosuficientes y tolerantes con el estado de ánimo de los demás; habíamos madurado, habíamos desarrollado una mayor capacidad mental, habíamos descubierto nuestros temores y reacciones ante el peligro, y habíamos intentado superarlos. Nos habíamos familiarizado con las penurias y la sumisión del cuerpo a un control rígido. Aquel era el legado del desierto. No habíamos perdido el tiempo.