Graeber&Wengrow, El amanecer de todo

investigadores de la década de 1960 comenzaban también a darse cuenta de que, lejos de ser la agricultura algún tipo de notable avance científico, los recolectores (que, al fin y al cabo, solían estar íntimamente familiarizados con todos los aspectos del ciclo de crecimiento de vegetales comestibles) eran plenamente conscientes de cómo plantar y cultivar verduras y demás vegetales. Sencillamente no veían razón alguna para hacerlo. En una frase citada, desde entonces, en mil tratados acerca de los orígenes de la agricultura, un bosquimano !Kung respondía: «¿Por qué deberíamos hacerlo habiendo tantas nueces del mongongo en el mundo?». En efecto, concluía Sahlins, lo que algunos prehistoriadores habían dado por sentado que era ignorancia técnica era, en realidad, una decisión social consciente: esos recolectores habían «rechazado la Revolución Neolítica a fin de conservar su tiempo libre».Los antropólogos aún estaban intentando conciliar todo esto cuando Sahlins entró en escena con conclusiones a escala más grande.

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Si los seres humanos, durante la mayor parte de nuestra historia, hemos transitado fluidamente entre distintas disposiciones sociales, alzando y desmantelando jerarquías de modo habitual, quizá la verdadera pregunta debería ser «¿Cómo nos quedamos atascados?». ¿Cómo acabamos en un solo modo? ¿Por qué perdimos esa autoconsciencia política, antaño tan típica de nuestra especie? ¿Cómo es que acabamos tratando la preeminencia y la subordinación no como soluciones temporales, o siquiera como la pompa y circunstancia de algún tipo de gran representación teatral estacional, sino como elementos ineludibles de la condición humana? Si comenzamos interpretando papeles en obras, ¿en qué momento olvidamos que estábamos actuando?

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Las naciones de las llanuras habían sido antaño agricultores que habían abandonado, en gran parte, el cultivo de cereales, tras redomesticar caballos españoles huidos y adoptar un modo de vida en gran parte nómada. A finales de verano y principios de otoño, pequeños y muy móviles grupos de cheyenes y lakotas se reunían en grandes campamentos para preparar la logística de la caza del búfalo. En esta época del año tan sensible designaban una fuerza policial que ejercía plenos poderes coactivos, incluido el derecho a encerrar, azotar o multar a cualquiera que pusiera en peligro los procedimientos. Aun así, señaló Lowie, este «inequívoco autoritarismo» funcionaba sobre una base estrictamente temporal y estacional. Acabada la temporada de caza —y, con ella, los rituales colectivos de la Danza del Sol que la seguían—, ese autoritarismo cedía paso a lo que él llamó formas de organización «anárquicas», con la sociedad dividiéndose nuevamente en pequeñas bandas muy móviles. Las observaciones de Lowie son sorprendentes:
Con el fin de asegurarse la mejor caza, una fuerza policial —bien coincidente con un club militar, bien designada ad hoc, bien en virtud de su afiliación a un clan— emitía órdenes de arresto y detenía a los desobedientes. En la mayoría de las tribus, no solo confiscaban la caza clandestina, sino que azotaban al delincuente, destruían sus propiedades y, en caso de resistencia, lo mataban. La misma organización que en un caso de asesinato empleaba la persuasión moral se convertía en una inexorable agencia estatal durante una cacería de búfalos. No obstante […] las medidas coercitivas se extendían notablemente más allá de la cacería misma: los soldados también reducían a los valientes que intentaban crear partidas de guerra consideradas inoportunas por el jefe; dirigían migraciones en masa; supervisaban las multitudes en los grandes festivales y mantenían, en términos generales, la ley y el orden.
«Durante gran parte del año —continúa Lowie—, la tribu sencillamente no existía como tal; las familias y uniones menores de familiares que escogían vivir juntas no requerían una organización disciplinaria especial. Los soldados eran, pues, una asociación de grupos numéricamente poderosos; de ahí que funcionasen intermitentemente y no continuamente.» Pero la soberanía de los soldados, subrayaba, no era menos real por su naturaleza temporal. En consecuencia, Lowie insistía en que los nativos de las Grandes Llanuras conocían, en realidad, el poder estatal, pese a que nunca desarrollaran un Estado

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un etnógrafo vienés llamado Robert Lowie (también íntimo amigo de Paul Radin, el autor de El hombre primitivo como filósofo), realizó trabajo de campo entre los pueblos mandan-hidatsa y crow, en las actuales Montana y Wyoming, y pasó gran parte de su carrera pensando en las implicaciones políticas de la variación estacional entre las confederaciones tribales de las Grandes Llanuras del siglo XIX.

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En consecuencia, cuando sucedían grandes calamidades o acontecimientos sin precedentes —una plaga, una invasión extranjera— era en esta penumbra donde todo el mundo buscaba al líder carismático apropiado para la ocasión. Era así que de repente hallaban que una persona que de otro modo habría pasado toda la vida siendo algo similar al tonto del pueblo poseía notables poderes de previsión y persuasión; incluso era capaz de inspirar nuevos movimientos sociales entre los jóvenes o de coordinar a los adultos del País Nuer para que dejasen de lado sus diferencias y se movilizasen por un objetivo común; a veces, incluso, proponían visiones totalmente diferentes de cómo debía ser la sociedad nuer.

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La literatura ofrece la impresión de que toda aldea nuer de épocas precoloniales poseía una zona de penumbra en la que habitaban individuos que llamaríamos «extremados»; individuos cuya definición, en nuestra propia sociedad, oscilaría entre muy excéntricos o desafiantemente extraños, hasta neurodivergentes o enfermos mentales. Por norma general se trataba a los profetas con un respeto no exento de perplejidad.

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En realidad, ya hemos dado un primer paso. Nos resulta más fácil ver, ahora, qué pasa cuando un estudio que es riguroso en todos los demás aspectos comienza por la idea no puesta a prueba de que hubo alguna forma original de sociedad humana; que su naturaleza era fundamentalmente buena o mala; que existió una época anterior a la desigualdad y a la conciencia política; que algo pareció cambiar todo esto; que civilización y complejidad siempre vienen al precio de las libertades humanas; que la democracia participativa es natural en grupos pequeños pero no puede darse a las escalas de una ciudad o un Estado-nación.
Ahora sabemos que estamos en presencia de mitos