Graeber&Wengrow, El amanecer de todo

«Dime», dice Platón:
Un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis, para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O, más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, ¿seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas?

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A medida que acumula y se purifica, la persona que se entrena se ve a sí misma cada vez más real y, por lo tanto, ve el mundo cada vez más bello: un lugar real en experiencia —en lugar de un mero escenario para una historia—, para el conocimiento intelectual […]. Por ejemplo, en 1865 el capitán Spott entrenó durante varias semanas mientras ayudaba al curandero a la preparación de la ceremonia del Primer Salmón en la desembocadura del río Klamath […] «el viejo [curandero] lo envió a por leña para la cabaña de sudación. Durante el camino, lloró a cada paso, pues ahora veía con sus propios ojos cómo se hacía». […] Las lágrimas, el llanto, son de especial importancia en el entrenamiento ritual yurok, como manifestaciones del anhelo, sinceridad, humildad y apertura personales

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Estas reflexiones tampoco quedan restringidas a lo que los historiadores consideran civilizaciones «altas» (es decir, con escritura). Los inuit no se limitaron a reaccionar con disgusto instintivo la primera vez que se encontraron a alguien con raquetas de nieve, negándose luego a cambiar de idea. Reflexionaron acerca de qué podía decir de ellos, y del tipo de gente que se consideraban, el adoptar o no adoptar raquetas de nieve. De hecho, concluyó Mauss, es precisamente al compararse con sus vecinos que los pueblos acaban pensando en sí mismos como en grupos distintos.
Así enmarcada, la pregunta de cómo se formaron las «áreas culturales» es necesariamente política. Suscita la posibilidad de que decisiones como adoptar o no adoptar la agricultura no eran solamente cálculos de ventaja calórica o asuntos de gustos culturales aleatorios, sino cuestiones bien reflexionadas acerca de valores, de lo que realmente somos los humanos (y de lo que pensamos ser) y de cómo deberíamos relacionarnos entre nosotros. El tipo de temas, de hecho, que nuestra tradición intelectual posterior a la Ilustración tiende a expresar a través de términos como libertad, responsabilidad, autoridad, igualdad, solidaridad y justicia.

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Ahora bien, estos objetos sagrados son, muy a menudo, las únicas formas importantes y exclusivas de propiedad que existen en sociedades en las que la autonomía personal se considera un valor principal, o que podemos llamar, sencillamente, «sociedades libres». No son solo las relaciones de mando las estrictamente confinadas a contextos sagrados, o siquiera a situaciones en las que los humanos interpretan a espíritus; también lo es la propiedad absoluta, aquella que hoy en día llamamos «privada». En esas sociedades se da una profunda similitud formal entre la noción de propiedad privada y la noción de sagrado. Ambas son, en esencia, estructuras de exclusión.
Gran parte de todo esto está implícito —si bien nunca claramente enunciado ni desarrollado— en la definición clásica de Émile Durkheim de lo sagrado como aquello que «está aparte»: retirado del mundo, colocado en un pedestal, a veces de modo literal y a veces de modo figurado, debido a su imperceptible conexión con una fuerza o ser superior. Durkheim sostenía que la expresión más clara de lo sagrado era el término polinesio tabú, que significa «intocable». Pero cuando hablamos de propiedad privada y absoluta, ¿no estamos acaso hablando de algo muy similar, casi idéntico en realidad, en su lógica subyacente y sus efectos sociales?

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Como académicos indígenas de derecho han venido señalando desde hace años, la «argumentación agrícola» no tiene ningún sentido, ni siquiera en sus propios términos. Hay muchos modos, además de la agricultura al estilo europeo, de cuidar y mejorar la productividad de la tierra. Lo que a ojos de un colono parecía salvaje, silvestre e intocado solían ser paisajes activamente gestionados por poblaciones indígenas a lo largo de miles de años mediante quemas controladas, extracción de malezas, talados, fertilizaciones y podas; construcción de parcelas costeras en bancales para extender el hábitat de determinada flora silvestre; construcción de viveros de almejas en zonas intermareales para mejorar la reproducción de los moluscos; construcción de embalses para pescar salmones, truchas y esturiones, etcétera. Tales procedimientos exigían a menudo un trabajo intenso, y estaban regulados por leyes indígenas que determinaban quiénes tenían acceso a bosquecillos, pantanos, semilleros, praderas y zonas de pesca, y quiénes tenían derecho a explotar qué especie y en qué época del año. En algunas partes de Australia estas técnicas indígenas de gestión de la tierra eran tales que, según un reciente estudio, deberíamos dejar de una vez de hablar de «forrajeo» y comenzar a hablar de un diferente tipo de agricultura.

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La apropiación colonial de tierras indígenas solía comenzar por alguna afirmación general del estilo de que los pueblos recolectores realmente vivían en estado de naturaleza, lo que significaba que se los calificaba como parte de la tierra, pero sin ningún derecho legal sobre ella. La base completa del latrocinio, a su vez, giraba en torno a la idea de que los habitantes del lugar no estaban en realidad trabajando. Este argumento se remonta al Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke (1690), en el que sostenía que los derechos de propiedad se derivan necesariamente del trabajo. Al trabajar la tierra, uno «agrega a ella algo con su trabajo»; así, la tierra se convierte, en cierto sentido, en una extensión de él mismo. Los perezosos nativos, según los discípulos de Locke, no hacían eso. No eran, afirmaban los lockeanos, «terratenientes mejoradores», sino que sencillamente usaban la tierra para satisfacer sus necesidades básicas con el mínimo esfuerzo. James Tully, una autoridad en derechos de los indígenas, expone las implicaciones históricas: la tierra empleada para la caza y reunión se consideraba improductiva, y «si los pueblos aborígenes intentaban someter a los europeos a sus leyes y costumbres, o intentaban defender los territorios que habían considerado erróneamente como suyos desde hacía miles de años, eran ellos quienes violaban las leyes naturales y podían ser castigados o “destruidos” como bestias salvajes».De igual modo, el estereotipo del nativo despreocupado y holgazán que vive una vida libre de ambición material fue utilizado por miles de conquistadores, capataces de plantación y funcionarios coloniales en Asia, África, Latinoamérica y Oceanía como pretexto para el uso del terror burocrático a fin de obligar a la población local a trabajar: todo tipo de medidas, desde la esclavitud directa a punitivos regímenes fiscales, trabajos forzados o peonaje por deuda.

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investigadores de la década de 1960 comenzaban también a darse cuenta de que, lejos de ser la agricultura algún tipo de notable avance científico, los recolectores (que, al fin y al cabo, solían estar íntimamente familiarizados con todos los aspectos del ciclo de crecimiento de vegetales comestibles) eran plenamente conscientes de cómo plantar y cultivar verduras y demás vegetales. Sencillamente no veían razón alguna para hacerlo. En una frase citada, desde entonces, en mil tratados acerca de los orígenes de la agricultura, un bosquimano !Kung respondía: «¿Por qué deberíamos hacerlo habiendo tantas nueces del mongongo en el mundo?». En efecto, concluía Sahlins, lo que algunos prehistoriadores habían dado por sentado que era ignorancia técnica era, en realidad, una decisión social consciente: esos recolectores habían «rechazado la Revolución Neolítica a fin de conservar su tiempo libre».Los antropólogos aún estaban intentando conciliar todo esto cuando Sahlins entró en escena con conclusiones a escala más grande.

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Si los seres humanos, durante la mayor parte de nuestra historia, hemos transitado fluidamente entre distintas disposiciones sociales, alzando y desmantelando jerarquías de modo habitual, quizá la verdadera pregunta debería ser «¿Cómo nos quedamos atascados?». ¿Cómo acabamos en un solo modo? ¿Por qué perdimos esa autoconsciencia política, antaño tan típica de nuestra especie? ¿Cómo es que acabamos tratando la preeminencia y la subordinación no como soluciones temporales, o siquiera como la pompa y circunstancia de algún tipo de gran representación teatral estacional, sino como elementos ineludibles de la condición humana? Si comenzamos interpretando papeles en obras, ¿en qué momento olvidamos que estábamos actuando?

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Las naciones de las llanuras habían sido antaño agricultores que habían abandonado, en gran parte, el cultivo de cereales, tras redomesticar caballos españoles huidos y adoptar un modo de vida en gran parte nómada. A finales de verano y principios de otoño, pequeños y muy móviles grupos de cheyenes y lakotas se reunían en grandes campamentos para preparar la logística de la caza del búfalo. En esta época del año tan sensible designaban una fuerza policial que ejercía plenos poderes coactivos, incluido el derecho a encerrar, azotar o multar a cualquiera que pusiera en peligro los procedimientos. Aun así, señaló Lowie, este «inequívoco autoritarismo» funcionaba sobre una base estrictamente temporal y estacional. Acabada la temporada de caza —y, con ella, los rituales colectivos de la Danza del Sol que la seguían—, ese autoritarismo cedía paso a lo que él llamó formas de organización «anárquicas», con la sociedad dividiéndose nuevamente en pequeñas bandas muy móviles. Las observaciones de Lowie son sorprendentes:
Con el fin de asegurarse la mejor caza, una fuerza policial —bien coincidente con un club militar, bien designada ad hoc, bien en virtud de su afiliación a un clan— emitía órdenes de arresto y detenía a los desobedientes. En la mayoría de las tribus, no solo confiscaban la caza clandestina, sino que azotaban al delincuente, destruían sus propiedades y, en caso de resistencia, lo mataban. La misma organización que en un caso de asesinato empleaba la persuasión moral se convertía en una inexorable agencia estatal durante una cacería de búfalos. No obstante […] las medidas coercitivas se extendían notablemente más allá de la cacería misma: los soldados también reducían a los valientes que intentaban crear partidas de guerra consideradas inoportunas por el jefe; dirigían migraciones en masa; supervisaban las multitudes en los grandes festivales y mantenían, en términos generales, la ley y el orden.
«Durante gran parte del año —continúa Lowie—, la tribu sencillamente no existía como tal; las familias y uniones menores de familiares que escogían vivir juntas no requerían una organización disciplinaria especial. Los soldados eran, pues, una asociación de grupos numéricamente poderosos; de ahí que funcionasen intermitentemente y no continuamente.» Pero la soberanía de los soldados, subrayaba, no era menos real por su naturaleza temporal. En consecuencia, Lowie insistía en que los nativos de las Grandes Llanuras conocían, en realidad, el poder estatal, pese a que nunca desarrollaran un Estado

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un etnógrafo vienés llamado Robert Lowie (también íntimo amigo de Paul Radin, el autor de El hombre primitivo como filósofo), realizó trabajo de campo entre los pueblos mandan-hidatsa y crow, en las actuales Montana y Wyoming, y pasó gran parte de su carrera pensando en las implicaciones políticas de la variación estacional entre las confederaciones tribales de las Grandes Llanuras del siglo XIX.