La arqueología ha cambiado todo esto. Hoy en día los expertos identifican entre quince y veinte centros de domesticación independientes, muchos de los cuales siguieron rutas de desarrollo muy diferentes a China, Perú, Mesoamérica o Mesopotamia (los cuales, a su vez, siguieron rutas muy diferentes). A esos centros de agricultura inicial hay que añadir, entre otros, el subcontinente indio (donde se domesticó el mijo pardo, la judía mungo, las alubias de Kulthi y el cebú); las praderas de África occidental (mijo perla); las tierras altas centrales de Nueva Guinea (banana, taro, ñame); los bosques tropicales de Sudamérica (mandioca, cacahuetes) y los Bosques Orientales de Norteamérica, donde se cultivaba todo un grupo de semillas locales —quinoa, girasol y hierba de pantano— mucho antes de la introducción del maíz desde Mesoamérica.6
Graeber&Wengrow, El amanecer de todo
¿Y si desplazáramos el énfasis de la agricultura y la domesticación a, digamos, la botánica o, incluso, la horticultura? De inmediato nos encontraríamos más cerca de las realidades de la ecología del Neolítico, a las que parece preocuparles poco domar la naturaleza salvaje o arrancar la máxima cantidad posible de calorías de un puñado de gramíneas. De lo que sí parece tratar es de crear parcelas de huerto —hábitats artificiales, a menudo temporales— en los que la balanza ecológica se inclinaba a favor de las especies preferidas. Esas especies incluían plantas que los modernos botánicos separan en clases (en competencia) de malas hierbas, drogas, hierbas y cultivos alimentarios, pero que los botánicos del Neolítico (formados mediante años de experiencia, no con libros de texto) preferían cultivar unas junto a las otras.
C.G.Jung, Quién es Ulises?
Tenía yo un tío anciano, que pensaba en forma rectilínea. Detúvome un día en la calle, y me preguntó: «¿Sabes con qué atormenta el diablo a las almas en el infierno?». Ante mi respuesta negativa, continuó: «Las hace esperar». Dicho esto, prosiguió su camino.
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¿Qué tienen que ver los jardines de Adonis con las primeras muestras de agricultura del Neolítico, unos 8.000 años antes de Platón? Bueno, en cierto sentido, todo. Porque estos debates de eruditos resumen justamente el tipo de problemas que rodean toda investigación moderna acerca de este crucial tema. ¿Tuvo que ver la agricultura, desde su inicio, con el serio asunto de producir más alimentos para poblaciones en crecimiento? La mayoría de los estudiosos asumen como cuestión de sentido común que esa tuvo que ser la razón principal de su invención. Pero tal vez la agricultura comenzó como un proceso más lúdico, o incluso subversivo, o quizá como efecto colateral de otras preocupaciones, como el deseo de pasar más tiempo en determinados tipos de lugares, en los que cazar y comerciar eran las verdaderas prioridades. ¿Cuál de estas dos ideas encarna en realidad el espíritu de los primeros agricultores? ¿Las solemnes y pragmáticas Tesmoforias, o los lúdicos e indulgentes jardines de Adonis?
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«Dime», dice Platón:
Un jardinero inteligente que tuviese semillas que estimara en mucho y que quisiese ver fructificar, ¿las plantaría juiciosamente en estío en los jardines de Adonis, para tener el gusto de verlas convertidas en preciosas plantas en ocho días? O, más bien, si tal hiciera, ¿podría ser por otro motivo que por pura diversión o con ocasión de una fiesta? Mas con respecto a tales semillas, ¿seguiría indudablemente las reglas de la agricultura, y las sembraría en un terreno conveniente, contentándose con verlas fructificar a los ocho meses de sembradas?
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A medida que acumula y se purifica, la persona que se entrena se ve a sí misma cada vez más real y, por lo tanto, ve el mundo cada vez más bello: un lugar real en experiencia —en lugar de un mero escenario para una historia—, para el conocimiento intelectual […]. Por ejemplo, en 1865 el capitán Spott entrenó durante varias semanas mientras ayudaba al curandero a la preparación de la ceremonia del Primer Salmón en la desembocadura del río Klamath […] «el viejo [curandero] lo envió a por leña para la cabaña de sudación. Durante el camino, lloró a cada paso, pues ahora veía con sus propios ojos cómo se hacía». […] Las lágrimas, el llanto, son de especial importancia en el entrenamiento ritual yurok, como manifestaciones del anhelo, sinceridad, humildad y apertura personales
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Estas reflexiones tampoco quedan restringidas a lo que los historiadores consideran civilizaciones «altas» (es decir, con escritura). Los inuit no se limitaron a reaccionar con disgusto instintivo la primera vez que se encontraron a alguien con raquetas de nieve, negándose luego a cambiar de idea. Reflexionaron acerca de qué podía decir de ellos, y del tipo de gente que se consideraban, el adoptar o no adoptar raquetas de nieve. De hecho, concluyó Mauss, es precisamente al compararse con sus vecinos que los pueblos acaban pensando en sí mismos como en grupos distintos.
Así enmarcada, la pregunta de cómo se formaron las «áreas culturales» es necesariamente política. Suscita la posibilidad de que decisiones como adoptar o no adoptar la agricultura no eran solamente cálculos de ventaja calórica o asuntos de gustos culturales aleatorios, sino cuestiones bien reflexionadas acerca de valores, de lo que realmente somos los humanos (y de lo que pensamos ser) y de cómo deberíamos relacionarnos entre nosotros. El tipo de temas, de hecho, que nuestra tradición intelectual posterior a la Ilustración tiende a expresar a través de términos como libertad, responsabilidad, autoridad, igualdad, solidaridad y justicia.
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Ahora bien, estos objetos sagrados son, muy a menudo, las únicas formas importantes y exclusivas de propiedad que existen en sociedades en las que la autonomía personal se considera un valor principal, o que podemos llamar, sencillamente, «sociedades libres». No son solo las relaciones de mando las estrictamente confinadas a contextos sagrados, o siquiera a situaciones en las que los humanos interpretan a espíritus; también lo es la propiedad absoluta, aquella que hoy en día llamamos «privada». En esas sociedades se da una profunda similitud formal entre la noción de propiedad privada y la noción de sagrado. Ambas son, en esencia, estructuras de exclusión.
Gran parte de todo esto está implícito —si bien nunca claramente enunciado ni desarrollado— en la definición clásica de Émile Durkheim de lo sagrado como aquello que «está aparte»: retirado del mundo, colocado en un pedestal, a veces de modo literal y a veces de modo figurado, debido a su imperceptible conexión con una fuerza o ser superior. Durkheim sostenía que la expresión más clara de lo sagrado era el término polinesio tabú, que significa «intocable». Pero cuando hablamos de propiedad privada y absoluta, ¿no estamos acaso hablando de algo muy similar, casi idéntico en realidad, en su lógica subyacente y sus efectos sociales?
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Como académicos indígenas de derecho han venido señalando desde hace años, la «argumentación agrícola» no tiene ningún sentido, ni siquiera en sus propios términos. Hay muchos modos, además de la agricultura al estilo europeo, de cuidar y mejorar la productividad de la tierra. Lo que a ojos de un colono parecía salvaje, silvestre e intocado solían ser paisajes activamente gestionados por poblaciones indígenas a lo largo de miles de años mediante quemas controladas, extracción de malezas, talados, fertilizaciones y podas; construcción de parcelas costeras en bancales para extender el hábitat de determinada flora silvestre; construcción de viveros de almejas en zonas intermareales para mejorar la reproducción de los moluscos; construcción de embalses para pescar salmones, truchas y esturiones, etcétera. Tales procedimientos exigían a menudo un trabajo intenso, y estaban regulados por leyes indígenas que determinaban quiénes tenían acceso a bosquecillos, pantanos, semilleros, praderas y zonas de pesca, y quiénes tenían derecho a explotar qué especie y en qué época del año. En algunas partes de Australia estas técnicas indígenas de gestión de la tierra eran tales que, según un reciente estudio, deberíamos dejar de una vez de hablar de «forrajeo» y comenzar a hablar de un diferente tipo de agricultura.
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La apropiación colonial de tierras indígenas solía comenzar por alguna afirmación general del estilo de que los pueblos recolectores realmente vivían en estado de naturaleza, lo que significaba que se los calificaba como parte de la tierra, pero sin ningún derecho legal sobre ella. La base completa del latrocinio, a su vez, giraba en torno a la idea de que los habitantes del lugar no estaban en realidad trabajando. Este argumento se remonta al Segundo tratado sobre el gobierno civil de John Locke (1690), en el que sostenía que los derechos de propiedad se derivan necesariamente del trabajo. Al trabajar la tierra, uno «agrega a ella algo con su trabajo»; así, la tierra se convierte, en cierto sentido, en una extensión de él mismo. Los perezosos nativos, según los discípulos de Locke, no hacían eso. No eran, afirmaban los lockeanos, «terratenientes mejoradores», sino que sencillamente usaban la tierra para satisfacer sus necesidades básicas con el mínimo esfuerzo. James Tully, una autoridad en derechos de los indígenas, expone las implicaciones históricas: la tierra empleada para la caza y reunión se consideraba improductiva, y «si los pueblos aborígenes intentaban someter a los europeos a sus leyes y costumbres, o intentaban defender los territorios que habían considerado erróneamente como suyos desde hacía miles de años, eran ellos quienes violaban las leyes naturales y podían ser castigados o “destruidos” como bestias salvajes».De igual modo, el estereotipo del nativo despreocupado y holgazán que vive una vida libre de ambición material fue utilizado por miles de conquistadores, capataces de plantación y funcionarios coloniales en Asia, África, Latinoamérica y Oceanía como pretexto para el uso del terror burocrático a fin de obligar a la población local a trabajar: todo tipo de medidas, desde la esclavitud directa a punitivos regímenes fiscales, trabajos forzados o peonaje por deuda.